De entre las numerosas imágenes que Agnès Varda nos regala en “Los espigadores y la espigadora”, película del año 2000, son dos las que llaman particularmente mi atención: su mano que se empeña en atrapar camiones gracias a un juego de perspectivas desde el coche en el que viaja, y las patatas con forma de corazón desechadas por no cumplir los cánones estéticos que la industria alimentaria impone al consumidor. Una mano curiosa, fractal, llena de pliegues e historias, que en ocasiones se vuelve monstruosa a causa de un zoom casi microscópico sobre sí misma, y campos de ruinas de un tubérculo al que, por imperfecto, se le niega su función elemental. Sin miedo del paso del tiempo, ni de la funcionalidad construida, la cineasta encuentra belleza y potencia en estos y en otros desechos y se convierte, con su cámara, en espigadora infatigable de retazos y relatos.
Ya sea en las inmediaciones de su Castelo de Paiva natal o en las diferentes ciudades por las que transita, Dalila Gonçalves lleva años recolectando objetos y fragmentos de su entorno más cercano a los que intuye una nueva vida. Sometidos a un trabajo tenaz de experimentación con técnicas y materiales diversos, no sólo evidencia la omnipresencia de la intervención humana aun en los procesos de apariencia más orgánica, sino también cómo la pequeña industria local se enfrenta al mismo riesgo de extinción que practicas más artesanales.
Esta exposición nos transmite cierta noción de un territorio y de las problemáticas que lo afectan: las piezas nos hablan de una realidad social, familiar; de una fuerza común que se teje a través de valiosas redes de apoyo. La artista estira los límites entre cuerpos de cosas para llevarlos a un nuevo estado: arena de lija que hace roca; nudos de madera son cielo estrellado; piel de corteza y sangre de árbol; arrugas de cerámica, error y memoria, o una pelvis que nace de un panal. Se sacude así la nostalgia de un tiempo en decadencia tal y como lo conocemos en pro de la sugestión de un nuevo paisaje mediante color, texturas, tacto y engaño al ojo, apariencias no estancas y distintas escalas que nos llevan de obras muy íntimas a otras que nos envuelven.
Así como el agua horada la piedra, Dalila no se conforma con las superficies y rasca para ver qué se esconde bajo esa primera capa visible de las cosas. Es en ese desgaste siempre manual, en la descomposición y trasposición de la materia, donde posibilita el encuentro de universos a priori disociados: donde, finalmente, lo artificial y lo natural conviven en una inquieta armonía. Como ese gran jarrón de orquídeas sobre una mesa de billar en desuso que solía haber en su casa familiar cuando era niña. Una imagen poderosa, un tanto absurda si se quiere, que invita a un juego sin complejos con los objetos, a una tensión en las formas de lo esperado, a la potencia de lo inútil o a la belleza del defecto.
De entre las numerosas imágenes que Agnès Varda nos regala en “Los espigadores y la espigadora”, película del año 2000, son dos las que llaman particularmente mi atención: su mano que se empeña en atrapar camiones gracias a un juego de perspectivas desde el coche en el que viaja, y las patatas con forma de corazón desechadas por no cumplir los cánones estéticos que la industria alimentaria impone al consumidor. Una mano curiosa, fractal, llena de pliegues e historias, que en ocasiones se vuelve monstruosa a causa de un zoom casi microscópico sobre sí misma, y campos de ruinas de un tubérculo al que, por imperfecto, se le niega su función elemental. Sin miedo del paso del tiempo, ni de la funcionalidad construida, la cineasta encuentra belleza y potencia en estos y en otros desechos y se convierte, con su cámara, en espigadora infatigable de retazos y relatos.
Ya sea en las inmediaciones de su Castelo de Paiva natal o en las diferentes ciudades por las que transita, Dalila Gonçalves lleva años recolectando objetos y fragmentos de su entorno más cercano a los que intuye una nueva vida. Sometidos a un trabajo tenaz de experimentación con técnicas y materiales diversos, no sólo evidencia la omnipresencia de la intervención humana aun en los procesos de apariencia más orgánica, sino también cómo la pequeña industria local se enfrenta al mismo riesgo de extinción que practicas más artesanales.
Esta exposición nos transmite cierta noción de un territorio y de las problemáticas que lo afectan: las piezas nos hablan de una realidad social, familiar; de una fuerza común que se teje a través de valiosas redes de apoyo. La artista estira los límites entre cuerpos de cosas para llevarlos a un nuevo estado: arena de lija que hace roca; nudos de madera son cielo estrellado; piel de corteza y sangre de árbol; arrugas de cerámica, error y memoria, o una pelvis que nace de un panal. Se sacude así la nostalgia de un tiempo en decadencia tal y como lo conocemos en pro de la sugestión de un nuevo paisaje mediante color, texturas, tacto y engaño al ojo, apariencias no estancas y distintas escalas que nos llevan de obras muy íntimas a otras que nos envuelven.
Así como el agua horada la piedra, Dalila no se conforma con las superficies y rasca para ver qué se esconde bajo esa primera capa visible de las cosas. Es en ese desgaste siempre manual, en la descomposición y trasposición de la materia, donde posibilita el encuentro de universos a priori disociados: donde, finalmente, lo artificial y lo natural conviven en una inquieta armonía. Como ese gran jarrón de orquídeas sobre una mesa de billar en desuso que solía haber en su casa familiar cuando era niña. Una imagen poderosa, un tanto absurda si se quiere, que invita a un juego sin complejos con los objetos, a una tensión en las formas de lo esperado, a la potencia de lo inútil o a la belleza del defecto.